domingo, 23 de junio de 2013

No sé de donde.



Rosalée detestaba pensar demasiado las cosas antes de poder siquiera decir algo. Odiaba ser una «pequeña soñadora» como solían decirle su madre y el hermano de Galathea. De hecho, ante todo, odiaba más el adjetivo de “pequeña” que de soñadora porque quien lo pronunciaba era aquel para quien jamás hubiese querido serlo. Peor aún, siendo mayor que Galathea, odiaba que ella fuese llamada así. Una parte de su corazón evocaba a cada instante la forma de ser de aquella, su forma de desplazarse por el mundo reclamándolo como propio. Conocía su hermano, a la familia entera, y sabía que no era algo “netamente familiar”. Era Galathea en sí, y por mucho que detestase admitirlo, eso le fascinaba. Observó como la muchacha frente a sus ojos murmuraba para sí misma mientras hacía alguna especie de dibujo que desde dónde estaba, no podía ver. El despacho de Aramis era enorme ante sus ojos ya que triplicaba su habitación por mucho. De hecho, si se encontraba en el umbral de la puerta era porque el tamaño del lugar siempre la abrumaba. Y ver a Galathea en el asiento principal como si fuese dueña de todo mientras garabateaba en uno de los cuadernos de Aramis la puso a la defensiva inmediatamente. Sentía que debía proteger todo lo relacionado con él, evitarle el más mínimo disgusto, complacerlo… Cuando notó que Galathea llevaba una de sus plumas a la boca no pudo evitar decir lo primero que le viniese a la mente.
-          ¡Lo estás quebrando!-señaló la castaña mientras la aludida mordía la parte superior la pluma que le habían prestado. Aquello la sacó de sus propios pensamientos empujándola a alzar el mentón y arquear una ceja.
-          ¿Y? –inquirió como a todo lo demás dejando de escribir.

Galathea acostumbraba siempre a sacar una mueca risible como si todo le resultase gracioso y al mismo tiempo no. Jamás daba una sonrisa completa, siempre era una mueca que podía tornarse en miles de gestos, gestos de los cuales solo ella tenía razón puesto que nadie nunca entendía bien lo que decía a pesar de que la escuchasen. Y es precisamente aquello lo que resultaba desconcertante con ella, lo que la hacía subir la guardia. Una desconocida aún para quienes llevan una vida con ella, remotamente al menos. 

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